Echo de menos el fútbol
Eran los caminos de ida testigos de los mismos rituales. Había que salir con la hora justa salvo los días importantes, que podías recrearte con el atardecer reflejado en los árboles floridos mientras te acercabas a la esquina de La Espumosa. Al llegar veías cómo grupos de jóvenes daban color rojo al cielo de Sevilla con el humo de las bengalas y el olor de la pólvora.
Las previas eran, para bien y para mal, inolvidables: he visto un caballo desbocado que ya quisiera un pijo borracho en la Feria; he llegado a temer por mi vida a la salida del equipo de Los Lebreros ; he estado en un recibimiento -como Dios manda- al rival de turno en los aledaños del estadio hasta que esos malajes de azul oscuro nos dispersaban a empujones por culpa de un capullo y su litrona. Todo se queda grabado en la retina de un adolescente más pendiente de lo etéreo que de los estudios.
Pero la rutina era lo más maravilloso de aquellas tardes. No encontrar la bufanda de la suerte mientras tu hermano te mete prisa porque quiere sentarse en la misma fila y la misma butaca de siempre en esa anarquía llamada "grada baja de Gol Norte", era una de las cosas más emocionantes de esos días de partido en los que sabías que ibas a ganar -sí o sí (o no)- pero no por cuánto.
Normalmente recorríamos las mismas calles y buscábamos hasta encontrar todo aquello que consideráramos que nos traía fortuna. Desde un perro ladrando hasta repetir las mismas frases: "Suerte". "En la firma nos vemos". "Ya están perdiendo tiempo / Ya correrán".
Yo tenía muchas más tonterías de las que podría contar en público y era muy maniático. El color de los calcetines que usaba... mirar al lado izquierdo antes de lanzáramos un penalti... atar la bufanda de marras en la muñeca derecha exactamente con tres nudos entrelazados en un orden concreto... etcétera. En definitiva y para que me entendáis, el yonkigitano de José Lobo y yo os hemos dado más gloria de la que merecéis, ¡herejes de las supersticiones!
Pero las circunstancias cambian y ahora echo de menos hasta el olor a hierba (y también la del césped) al atravesar un vomitorio a falta de 10 minutos para que comenzara el partido. «¡Publicidad Ipunto!» Llego a mi asiento junto a mis primos, con los que he vivido muchas más risas que miradas al suelo o a donde menos estorbe. Nos lo hemos pasado de lujo en la AltaNorte y que nos quiten lo ganao. Y si no éramos alguno de nosotros contando pamplinas y haciendo juegos de palabras, era alguno de los que nos rodeaban. En la ida de la eliminatoria contra el Parma, uno de atrás gritó: "¡Italianos, hijos de puta! ¡No tenéis corazón! Lo que le hicísteis a Marco... dejarlo sin madre tan pequeño."
Los caminos de vuelta también tenían su punto. Con los oídos aún taponados por el rugir del ambiente durante más de noventa minutos comentábamos alguna que otra jugada. Hubo días de éxtasis nivel: llegar a ver a un antitaurino hacer una verónica con la bandera del Centenario a un Seat Córdoba negro.
Era maravilloso llegar rozando la medianoche a la cama y seguir escuchando los pitidos de los coches rebotando en tu cerebro sabiendo que te costará conciliar el sueño y al día siguiente había que madrugar. Echo de menos esos ratos en los que podía abrazar a la soledad.
Ahora, visto todo con perspectiva, el partido queda relegado en tu retina. Porque es lo único que puedes revivir viéndolo repetido. Lo importante del fútbol es lo que lo rodea, las vivencias únicas del momento en el que se viven. Al fin y al cabo esa es la vida: momentos que vienen y van. Instantes que acunar en tus recuerdos.
Hace tiempo que no hay nada de eso.
Y por eso echo de menos el fútbol.
Aunque el fútbol es lo de menos.