La felicidad de la gente

La ciudad vive días que durarán años. Y lo de esta temporada es una barbaridad. Toca llorar, emocionarte, gritar. Hace unos meses estábamos imbuidos en un fango pegadizo y siniestro y empezamos a soñar porque empezamos a creer.

Llegó Don Mendilibar a replantar la calma y la sensatez que se había perdido con Sampaoli. Comenzaron a escampar las críticas y florecieron los halagos. En ese momento todo se hizo más digerible y aprendimos a comer despacio aunque tuviéramos hambre. Después nos hizo clic esa malsana costumbre de meternos en líos, de sufrir por nuestra herencia y todo cambió: la suerte, la fe, los jueves sin dormir. Se llenó de magia Nervión, volvieron los gorilas en el estómago y ya nadie podía pararnos. La tormenta del descenso se había vuelto un chaparrón y salía el sol todas las noches europeas. El técnico vasco nos ha cambiado el rostro serio y recio de febrero para maquillarlo en otro más relajado y con una sonrisa pícara y premonitoria al llegar abril. 


Y en estas Budapest. Se transmitía en las odiseas de la afición otra noche de insomnio. La séptima ciudad que se tatúa la historia sevillista. Fue allí donde todo se desatò, donde la idea de un entrenador llano y puro se trasladó al césped con un Rakitic rejuvenecido, un Navas inmortal o un Suso diferencial. La felicidad completa llegaría tras los penaltis, ahí fue donde explotó esta locura irreversible llamada Sevilla FC. 


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